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El cerezo





Hay días en los que me siento árbol queriendo ser semilla.





No soy como un roble. Soy como un cerezo que nació en maceta. Crecí demasiado rápido. Ofrendé la savia antes de tiempo. Retuve para mí sólo lo indispensable. No sé si quería darlo todo, pero daba hasta agotarme. Por fortuna las raíces me crecieron; aproveché los residuos y me extendí hasta horadar el fondo del tiesto. Un buen día escapé por el jardín trasero.



Mientras deshacía en secreto los terrones por debajo del suelo, ofrecía en la punta de los dedos bellísimas flores. Al principio el color llamó la atención de la familia, más por novedad que por otra cosa. Pero pronto se acostumbraron a mi excesiva necesidad de andar floreando a destiempo. Hice entonces acopio de vísceras para aparecer un fruto, rojo y brillante que sacó a pasear la sonrisa de mi madre; ambas tuvimos la suerte de que aquella esfera pendiera de un extremo visible.


No importaban veranos o inviernos, para mí la primavera era obligada. No había opción, si acaso un breve otoño, cuando enojada tiraba las hojas y lograba que se ocuparan de mí al recoger los desechos. Pero eso pasaba poco, mi estrategia solía ser pacífica. Con mis flores podían rellenar un frasco que adornara alguna parte de la casa o ponerlas entre las páginas de un libro; me consolaba pensar eso, aunque no lo harían y yo lo sabía de antemano.



Hoy soy más del bosque y menos del patio trasero. Crecí.


A veces recuerdo la falda de tela florida que tuve de niña y desde un agujero en la bastilla me asomo al desamparo; me vuelvo cerezo que da flores por no recibirlas. Pero echo semilla y me nazco distinta: con la piel más gruesa, con ramas fuertes donde nacen mariposas de alas extensas (vuelo) y con las flores de sal (hasta el mar).


Imágenes: Sakura Shibefuru, instalación de Motoi Yamamoto (2021) https://www.motoi-works.com/en/archives/613


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